jueves, 15 de diciembre de 2016

Un componente de la leche materna facilita el aprendizaje y la memoria


Un componente de la leche materna facilita el aprendizaje y la memoria

Investigadores de la Universidad Pablo de Olavide (UPO) de Sevilla, en colaboración con otros científicos de la multinacional Abbott ubicados en Granada y en Columbus (Estados Unidos), son pioneros en el estudio de los efectos específicos de determinados componentes de la leche materna sobre el desarrollo de diversas funciones cerebrales y cognitivas.    En un reciente estudio experimental y preclínico, publicado en la prestigiosa revista PLOS ONE, estos investigadores han mostrado qu ...


(c) 2015 Europa Press. Está expresamente prohibida la redistribución y la redifusión de este contenido sin su previo y expreso consentimiento.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Monos brasileños afilan las piedras a golpes como los humanos

Los hombres y mujeres de la Edad de Piedra golpeaban piedras para crear armas y herramientas con las que cortaban y raspaban gracias a las lascas que se desprendían del núcleo. Hasta ahora, se pensaba que éramos los únicos animales en hacerlo. Pero un equipo de científicos ha descubierto que unos monos capuchinos salvajes de Brasil también rompen rocas. En su caso, lo hacen para extraer minerales o líquenes de ellas.


Los monos silbadores (Sapajus libidinosus) golpean la piedra una y otra vez, como si fuera un martillo, y la percusión continuada hace que se formen afiladas láminas de piedras, llamadas lascas, como las que formaban los humanos de la Edad de Piedra para hacer sus armas o herramientas. Hasta ahora, los científicos pensaban que crear este tipo de fracturas en la roca era un comportamiento único en humanos.

El estudio, publicado en Nature, demuestra que, al igual que los humanos, estos pequeños capuchinos de Brasil también son capaces de fabricar, aunque de manera inintencionada, herramientas de piedra. A pesar de romperlas de forma deliberada, su objetivo es extraer minerales o líquenes de las piedras, según los científicos que los observaron en el Parque Nacional de Serra da Capivara en Brasil.

El equipo admite que sigue sin quedar del todo claro por qué llevan a cabo este comportamiento. En ningún momento los monos intentaron cortar o raspar con las lascas, sino más bien parecían querer extraer el polvo de silicio de las rocas o los líquenes con propósitos medicinales. “En la última década, diversos estudios han demostrado que el uso y la producción intencionada de láminas afiladas no están necesariamente vinculados a los primeros seres humanos, al género Homo, que son nuestros parientes directos, sino que también fueron utilizadas y producidas por un rango más amplio de homínidos”, explica Tomos Proffitt, investigador principal del trabajo y científico en la Escuela de Arqueología de la Universidad de Oxford (Reino Unido).

Estos pequeños capuchinos también fabrican, aunque de manera inintencionada, herramientas de piedra.

Un mono silbador machaca una piedra. Imagen: T. V. Falótico

Para el equipo de investigación, este trabajo va un paso más porque muestra que los primates modernos pueden producir lascas y núcleos arqueológicamente identificables con las características que se pensaban que eran exclusivas de los homínidos.

“Esto no quiere decir que el material arqueológico más antiguo en África oriental no lo hicieran los homínidos. Sin embargo, el hallazgo plantea cuestiones interesantes sobre cómo se desarrolló esta tecnología de herramientas de piedra antes de que aparecieran los primeros ejemplos en el registro arqueológico”, señala Proffitt, para quien este descubrimiento desafía las ideas anteriores sobre el nivel mínimo de complejidad cognitiva y morfológica necesario para producir numerosas lascas concoides.

Herramientas de piedra hechas por monos

Según las observaciones de los científicos, los monos silbadores seleccionan de forma individual cantos de cuarcita redondeada, y usando una o las dos manos golpean enérgica y repetidamente la piedra como si fuera un martillo contra otras rocas situadas en un acantilado.

Escogen cantos de cuarcita redondeada y los golpean enérgicamente contra otras rocas como si fueran martillos


Esta acción hace que la superficie de la piedra sobre la que se golpea se aplaste, y la que sostiene la mano se rompe, dejando un registro arqueológico identificable de estos primates. Estos capuchinos también fueron observados reutilizando piedras usadas como martillos que se habían roto anteriormente.

En total, los científicos examinaron 111 fragmentos de piedras recogidos del suelo inmediatamente después de caerse, y de la superficie y de la zona excavada. Los investigadores también recogieron las piedras completas o rotas con las que y sobre las que golpearon, y las lascas completas o fracturadas.

Cerca de la mitad de las lascas mostraban fracturas concoidales (con forma curva), asociadas con la producción de lascas por parte de los homínidos. Aunque otros monos capuchinos y macacos japoneses son conocidos por golpear piedras las unas contra las otras, el estudio subraya que los monos silbadores de Brasil son los únicos primates salvajes con la intención de romper las piedras.

“El hecho de que hayamos descubierto monos que sean capaces de crear herramientas a partir de piedras afiladas nos hace pensar sobre la evolución del comportamiento y sobre cómo atribuimos la autoría de los artefactos”, dice Michael Haslam, coautor del estudio y líder del proyecto Primate Archaeology (Primarch) de la universidad británica.

Sin embargo, mientras el hallazgo revela que los humanos no son los únicos en crear esta tecnología, “la manera en la que la usan parece seguir siendo muy diferente a la de los monos”, concluye el científico.

Referencia bibliográfica:

Tomos Proffitt et al. “Wild monkeys flake stone tools" Nature 19 de octubre de 2016 

Tomado de: http://www.agenciasinc.es/Noticias/Monos-brasilenos-afilan-las-piedras-a-golpes-como-los-humanos

Monos brasileños afilan las piedras a golpes como los humanos

Los hombres y mujeres de la Edad de Piedra golpeaban piedras para crear armas y herramientas con las que cortaban y raspaban gracias a las lascas que se desprendían del núcleo. Hasta ahora, se pensaba que éramos los únicos animales en hacerlo. Pero un equipo de científicos ha descubierto que unos monos capuchinos salvajes de Brasil también rompen rocas. En su caso, lo hacen para extraer minerales o líquenes de ellas.


Los monos silbadores (Sapajus libidinosus) golpean la piedra una y otra vez, como si fuera un martillo, y la percusión continuada hace que se formen afiladas láminas de piedras, llamadas lascas, como las que formaban los humanos de la Edad de Piedra para hacer sus armas o herramientas. Hasta ahora, los científicos pensaban que crear este tipo de fracturas en la roca era un comportamiento único en humanos.

El estudio, publicado en Nature, demuestra que, al igual que los humanos, estos pequeños capuchinos de Brasil también son capaces de fabricar, aunque de manera inintencionada, herramientas de piedra. A pesar de romperlas de forma deliberada, su objetivo es extraer minerales o líquenes de las piedras, según los científicos que los observaron en el Parque Nacional de Serra da Capivara en Brasil.

El equipo admite que sigue sin quedar del todo claro por qué llevan a cabo este comportamiento. En ningún momento los monos intentaron cortar o raspar con las lascas, sino más bien parecían querer extraer el polvo de silicio de las rocas o los líquenes con propósitos medicinales. “En la última década, diversos estudios han demostrado que el uso y la producción intencionada de láminas afiladas no están necesariamente vinculados a los primeros seres humanos, al género Homo, que son nuestros parientes directos, sino que también fueron utilizadas y producidas por un rango más amplio de homínidos”, explica Tomos Proffitt, investigador principal del trabajo y científico en la Escuela de Arqueología de la Universidad de Oxford (Reino Unido).

Estos pequeños capuchinos también fabrican, aunque de manera inintencionada, herramientas de piedra.

Un mono silbador machaca una piedra. Imagen: T. V. Falótico

Para el equipo de investigación, este trabajo va un paso más porque muestra que los primates modernos pueden producir lascas y núcleos arqueológicamente identificables con las características que se pensaban que eran exclusivas de los homínidos.

“Esto no quiere decir que el material arqueológico más antiguo en África oriental no lo hicieran los homínidos. Sin embargo, el hallazgo plantea cuestiones interesantes sobre cómo se desarrolló esta tecnología de herramientas de piedra antes de que aparecieran los primeros ejemplos en el registro arqueológico”, señala Proffitt, para quien este descubrimiento desafía las ideas anteriores sobre el nivel mínimo de complejidad cognitiva y morfológica necesario para producir numerosas lascas concoides.

Herramientas de piedra hechas por monos

Según las observaciones de los científicos, los monos silbadores seleccionan de forma individual cantos de cuarcita redondeada, y usando una o las dos manos golpean enérgica y repetidamente la piedra como si fuera un martillo contra otras rocas situadas en un acantilado.

Escogen cantos de cuarcita redondeada y los golpean enérgicamente contra otras rocas como si fueran martillos


Esta acción hace que la superficie de la piedra sobre la que se golpea se aplaste, y la que sostiene la mano se rompe, dejando un registro arqueológico identificable de estos primates. Estos capuchinos también fueron observados reutilizando piedras usadas como martillos que se habían roto anteriormente.

En total, los científicos examinaron 111 fragmentos de piedras recogidos del suelo inmediatamente después de caerse, y de la superficie y de la zona excavada. Los investigadores también recogieron las piedras completas o rotas con las que y sobre las que golpearon, y las lascas completas o fracturadas.

Cerca de la mitad de las lascas mostraban fracturas concoidales (con forma curva), asociadas con la producción de lascas por parte de los homínidos. Aunque otros monos capuchinos y macacos japoneses son conocidos por golpear piedras las unas contra las otras, el estudio subraya que los monos silbadores de Brasil son los únicos primates salvajes con la intención de romper las piedras.

“El hecho de que hayamos descubierto monos que sean capaces de crear herramientas a partir de piedras afiladas nos hace pensar sobre la evolución del comportamiento y sobre cómo atribuimos la autoría de los artefactos”, dice Michael Haslam, coautor del estudio y líder del proyecto Primate Archaeology (Primarch) de la universidad británica.

Sin embargo, mientras el hallazgo revela que los humanos no son los únicos en crear esta tecnología, “la manera en la que la usan parece seguir siendo muy diferente a la de los monos”, concluye el científico.

Referencia bibliográfica:

Tomos Proffitt et al. “Wild monkeys flake stone tools" Nature 19 de octubre de 2016 

Tomado de: http://www.agenciasinc.es/Noticias/Monos-brasilenos-afilan-las-piedras-a-golpes-como-los-humanos

lunes, 29 de agosto de 2016

Early Hominid Lucy May Have Died by Falling out of a Tree


Scientists printed out 3-D models of Lucy's bones, showing a breakage pattern consistent with a fall from a tree.

This video was reproduced with permission and was first published on August 29, 2016. It is a Nature Video production.

Tomado de: http://www.scientificamerican.com/video/early-hominid-lucy-may-have-died-by-falling-out-of-a-tree/

Like Humans, Chimps Reward Cooperation and Punish Freeloaders

Recent research challenges the notion that our closest animal relatives don’t like working as a team.
Three chimpanzees pull at the cooperation apparatus, with two others looking on. Credit: Image courtesy of Frans de Waal, Yerkes National Primate Research Center

Although humans love the playful ways and toothy grins of chimpanzees, our primate cousins have the reputation of being competitive, churlish and, at times, aggressive.

New research published today in Proceedings of the National Academy of Sciences suggests that despite being prone to occasional violent behavior, chimps actually much prefer cooperating over competing. In fact, the work shows that chimps work together at similar rates as humans—and that when violence does occur among apes, it is often directed toward an individual that is not being a team player.

Working with 11 chimps housed in a large outdoor enclosure at the Yerkes National Primate Research Center at Emory University, researchers devised an experiment to assess cooperation, defined as two or more chimps working together to access a food reward. Initially two chimps had to team up, with one lifting a barrier and the other pulling in a tray baited with small pieces of fruit. Once cooperation between two subjects was established, another barrier was added, requiring a third chimp to pitch in if all three were to obtain the spoils.

Given that the apes had nearly 100 hours to obtain their reward in the presence of bystander chimps, there were plenty of chances for competition to arise. The authors defined “competition” as episodes of physical aggression, bullying a fellow chimp to leave the scene of the reward or freeloading—stealing the prizes of others without putting in the work of retrieving them.

Although the study only looked at a small number of individuals, the results were telling. In 94 hour-long test sessions, the chimps cooperated with one another 3,565 times—five times more often than they were in competition. In addition, the animals used a variety of strategies to punish competitive behaviors, such as preferentially working with their more communal and tolerant fellow animals.
When aggression did occur, it was often used to subdue the overly competitive or prevent freeloading, perhaps an even greater affront to the chimpanzee honor code. Attempted thefts by those who did not put in the work were not well received. In fact, the researchers even observed 14 instances in which a third-party chimp—typically one of the more dominant of the bunch— intervened to punish freeloaders. “It has become a popular claim in the [scientific] literature that human cooperation is unique,” study co-author Frans de Waal, a primatologist at Yerkes, said in a statement. “Our study is the first to show that our closest relatives know very well how to discourage competition and freeloading.”

Plenty of other species exhibit cooperative behaviors—take for example the enviable coordination of ants building a subterranean metropolis. But as lead author and Canisius College psychologist Malini Suchak explains, what her team observed in chimps is even more impressive. “Although cooperation is widespread across species, cooperation in ants, for example, as well as in many other species is directed toward kin and is basically preprogrammed,” she says. “Our study shows that chimpanzees are really thinking about cooperation and actively making decisions that maximize cooperation and minimize competition.” She adds: “Cognitively, what they did in our experiment is much closer to what humans do when we cooperate than it is to what ants do when they cooperate.”

Michael Tomasello of the Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology, a pioneer in this area of research who was not involved in the study, pointed out in an e-mail that the new work does have limitations beyond just its small size. Tomasello’s past work has shown that when given the option to work together to obtain food versus working solo, chimpanzees actually prefer to go it alone, a trait that distinguishes them from humans. The chimps in Suchak’s study were free to roam their Yerkes enclosure and had access to their usual “primate chow,” but in the wild they may have chosen to freely forage by themselves instead of cooperating to obtain food, Tomasello believes.

Still, mounting evidence supports the notion that other primates are perhaps more like us than previously thought. Earlier work by Suchak, de Waal and colleagues published in 2014 found that chimpanzees living in socially rich and complex settings spontaneously joined forces with their roommates. Beyond apes, last month Scientific American reported on research showing that monkeys, like humans, become more socially selective with age, preferring to spend time with their “friends” over other monkeys.

Unfortunately, great apes may share our more concerning qualities as well: Chimpanzees in nature will frequently form alliances with one another so they can compete more effectively against others. Field work in Uganda by University of Michigan anthropologist John Mitani found that every few weeks the males in a particular chimp community assemble single-file and carefully scope out neighboring territories. If not outnumbered, the trespassers will stage a siege in hopes of winning new territory.

Collaborative chimps, cranky old monkeys, mass conflict—in our simian relatives we increasingly see a reflection of ourselves. As Suchak points out, her new findings imply that the origins of our cooperative behaviors—those rooted in developed senses of tolerance and trust and, at times, reward through coordinated violence—may go farther back than previously thought. “In the past, chimpanzees have been characterized as overly aggressive and competitive, which resulted in people suggesting human cooperative behavior evolved relatively recently and is somehow distinct from cooperation observed in other species,” she says. “Our findings are a reminder that humans are animals, after all.”

Tomado de: http://www.scientificamerican.com/article/like-humans-chimps-reward-cooperation-and-punish-freeloaders/?WT.mc_id=SA_SP_20160829

lunes, 8 de agosto de 2016

Humanity’s forgotten family

Hominin fossils discovered near the site of the ‘hobbit’ Homo floresiensis provide yet more evidence that the human lineage is more diverse than was ever imagined.

Arthur C. Clarke wrote in 2001: A Space Odyssey that behind every person now living stand 30 ghosts, for that is by how many the dead outnumber the living. That was in 1968 — the number reckoned today would probably be greater. The human lineage diverged from that of chimpanzees some 5 million to 7 million years ago. Were we able to mark the remains of all our ancestors from that point, the world would be one enormous cemetery.

The most likely fate of any living organism is dissociation into its component molecules, if not reabsorption as food into something else. That makes the chance ineffably remote that the remains of any one individual will be fossilized in any recognizable form, and, this having been achieved, be recognized as such by a passing palaeontologist before the fossil, too, crumbles to dust.

It is possible that many human species once existed, but became extinct with such finality that even those few that were fossilized have since disappeared, leaving absolutely no trace that generations of a distinct species lived and died on this planet — a kind of double extinction, without hope of memorial or discovery. Fossils from the human lineage are scarce, and, given the numbers that must once have lived, the percentage recovered must hardly be significantly different from zero. (You can read about some of those that have been found in our Nature collection at go.nature.com/1zjssjs.)

Long-lost relations
Hence the surprise when, in 2004, a group of scientists in Indonesia and Australia announced the discovery of what became known as Homo floresiensis, a species of unusual, dwarfed hominin — that is, a creature living or extinct more closely related to us than to chimps — whose remains were found in Liang Bua cave on the island of Flores in Indonesia (P. Brown et al. Nature 431, 1055–1061; 2004).

There was some doubt at the time that H. floresiensis represented a real species rather than a variant of modern humans affected by some disease or pathological condition, but this dissent was gradually eroded, not only by a long palaeontological record at Liang Bua, but also by a rich archaeological record in the island’s Soa Basin, some distance to the east, showing that hominins of some sort had lived in the region for up to one million years (A. Brumm et al. Nature 464, 748–752; 2010). Yet direct evidence, in the form of bones and teeth, was elusive. Until now.

In this week’s issue, researchers report a fragment of mandible and six isolated teeth of hominins from Mata Menge in the Soa Basin that they describe as similar to those of H. floresiensis, but more primitive in some respects and — if anything — even smaller. In an accompanying paper, they show that the remains were deposited 700,000 years ago, many thousands of years before those from Liang Bua.

The researchers take the appropriately cautious and parsimonious view that these hominins were most closely related to early Asian Homo erectus, on the grounds that this is the only species of hominin otherwise known to have inhabited that part of the world at that time. However, it remains possible, as an accompanying News & Views explains, that these creatures might represent some very early, pre-H. erectus exodus from Africa. If so, that expands our ignorance from a barely manageable ocean into a gulf of inter­stellar magnitude, implying that a wholly unknown plethora of hominins lived in Eurasia millions of years earlier than anyone suspected, just one of whose number has been found in the region’s southeastern extremity to betray the possibility that such an array of species ever existed.

Is this unwarranted speculation? Perhaps not: the discovery of H. floresiensis prompted a sea change in palaeoanthropologists’ attitudes to the unknown. Researchers are less eager than they once were to string fossils together into confident chains of ancestry and descent. They are more likely to reappraise the various oddities of human evolution, no longer dismissing them as fossils that are hard to fit into the current paradigm of ancestry and descent, but seeing them as representatives of entirely unsuspected branches of the human family tree. One thinks of the many hominin remains recovered over the past few decades from China, some of which do not quite fit into any current species. Or of Homo heidelbergensis, an increasingly unwieldy catch-all for hominins from the Middle Pleistocene epoch (781,000–126,000 years ago); or of H. erectus itself, a grouping of such variety that some have found it hard to accept that all the fossils ascribed to it comprise a single species. And there are others less familiar, such as skulls from Iwo Eleru in Nigeria that look surprisingly archaic, despite being assigned a relatively recent date of as few as 11,700 years ago (K. Harvati et al. PLoS ONE 6, e24024; 2011).

Studies on human DNA, ancient and modern, have reinforced this trend. The recovery of an entire genome of a hitherto unknown archaic hominin from a single finger bone from Denisova Cave in Siberia was — and is — an astonishing achievement, both for the discovery itself and for its implications (D. Reich et al. Nature 468, 1053–1060; 2010). It reinforces hints that the scarcity of human fossils belies what might once have been hitherto unimaginable diversity. The finding, reported in the same paper, that Denisovan DNA lives on in people from southeast Asia and the western Pacific, just as Neanderthal DNA survives in Eurasians generally, proves that fossils tell us much less than we would like of the human career. And as with Iwo Eleru, so with DNA: there are signs that the genomes of some modern Africans contain elements derived from archaic hominins not found in the fossil record (M. F. Hammer et al. Proc. Natl Acad. Sci. USA 108, 15123–15128; 2011).

These early human relatives left signs of their passing as evanescent and enigmatic as the Cheshire Cat from Alice’s Adventures in Wonderland — slowly fading from view, with just its smile hanging on, until that, too, disappears.

Nature 534, 151 (09 June 2016) doi:10.1038/534151a

miércoles, 20 de julio de 2016

Información ancestral en el cerebro

La geometría de la superficie cortical humana contiene abundante información ancestral. En concreto, las circunvalaciones y los surcos de la corteza cerebral son las estructuras que aportan más datos. Investigadores de la Universidad de California en San Diego compararon las segmentaciones superficiales, los giros y surcos del cerebro de más de 500 jóvenes con su herencia genética.

Hallaron que los sujetos cuyos antepasados procedían de poblaciones primitivas norteamericanas presentaban curvaturas frontales y occipitales aplanadas. Los patrones anatómicos del cerebro de otros participantes situaban sus raíces en África Occidental, Asia Oriental o Europa.

Las imágenes muestran los prototipos corticales que Chun Chieh Fan y sus colaboradores determinaron para los linajes genéticos de estas cuatro partes del mundo. Las líneas de colores indican el contorno tridimensional de la corteza cerebral de los diferentes grupos de población, además de representar la dimensión espacial (longitudinal, sagital o transversal) hacia la que se han desplazado los vértices de los respectivos repliegues.

Los autores no encontraron ninguna relación entre la forma del cerebro de los probandos y sus respectivas capacidades cognitivas. En otras palabras, la geometría cerebral no tiene nada que ver con la inteligencia.




Fuente: «Modeling the 3D geometry of the cortical surface with genetic ancestry­». C. Fun et al., en Current Biology, vol. 25, n.o 15, págs. 1988-1992, 2015

miércoles, 29 de junio de 2016

‘Hobbit’ relatives found after ten-year hunt

Jaw and teeth discovered in Indonesia are triumph for team that almost gave up hope.

Ewen Callaway





More than a decade after the discovery that a diminutive relative of modern humans once lived on the Indonesian island of Flores, Gerrit van den Bergh was losing faith that he would find any clues to the ancestors of the ‘hobbit’. It was October 2014, and for four years he had co-led an industrial-scale excavation near the cave where the metre-tall skeleton had been found. Then, weeks before packing it in for the year, a local worker found a 700,000-year-old molar. More teeth and a partial jaw quickly followed.

“We had given up hope we would find anything, then it was ‘bingo!’,” says van den Bergh, a palaeontologist at the University of Wollongong, Australia, whose team reports the finds in two papers in this issue (G. D. van den Bergh et al. Nature 534, 245–248; 2016; and A. Brumm et al. Nature 534, 249–253; 2016). “We had this enormous party. We had a cow slaughter and there was dancing. It was marvellous.”

The unusually petite jaw and teeth are from at least one adult and two children — the first possible ancestors of Homo floresiensis ever to be discovered — and resemble the hobbit remains found on the island, which are between 60,000 and 100,000 years old.

The jaw and teeth address two questions that have dogged the study of the species — where did it come from and how did it get so small? But as with all things hobbit, there is little consensus among researchers, who say that firm conclusions require more fossils.

The hobbit’s discovery in 2003 in Liang Bua cave, by a team led by the late Australia-based rock-art specialist Mike Morwood, was an instant sensation. But its place in the human family tree is contentious. Morwood’s team proposed that it was a shrunken Homo erectus, the same species that probably evolved into Homo sapiens in Africa and that roamed as far as Europe and Asia. Other scientists who have examined features of H. floresiensis, such as its long, flat feet, think that it descended from a smaller, more primitive human relative such as Homo habilis or even Australopithecus, known only from remains in sub-Saharan Africa.

The late rock-art specialist Mike Morwood at Liang Bua cave, where his team discovered Homo floresiensis.
Seeking the hobbit’s ancestors, in 2004, Morwood’s team returned to a site 74 kilometres from Liang Bua called Mata Menge, where elephant bones and tools had been found in the 1960s. The dig started small, but in 2010 the team scaled up. Bulldozers cleared an area of 2,000 metres square, and more than 100 locals then dug for 6 days a week using chisels and hammers. They found hundreds of stone tools, thousands of fossils from animals such as crocodiles, rats and komodo dragons, but no hominin bones.

By then ill with advanced prostate cancer, Morwood visited the area for the last time in 2012. “He really made an effort to walk through the site, you could see he was in pain, but he was so detailed-minded,” van den Bergh says. “He increased the pressure to dig more holes and go faster. He really wanted to find them.”

Morwood, who died in 2013 before the teeth and jawbone were found, is an author on the Nature papers, which were co-led by scientists based in Japan, Australia and Indonesia.

G. D. van den Bergh et al.The jaw bone found on Flores is from an adult who was even smaller than the hobbit.
The team concludes that the jaw excavated at Mata Menge is from an adult (its wisdom tooth had erupted) who was even smaller than the hobbit, and that two canines are the milk teeth of two different children. The thin jaw looks more like that of H. erectus and H. floresiensis than the beefier jaws of more primitive hominins such as H. habilis. The square-shaped teeth are intermediate between H. erectus and H. floresiensis. One tooth and the rock around it led the team to estimate that the remains are some 700,000 years old. The oldest artefacts in the region, meanwhile, suggest that a group of Homo erectus arrived on Flores about one million years ago, says van den Bergh.

Dwarfed by diet

He and his team note that the remains point to large-bodied H. erectus as the likeliest ancestor of the hobbit, and propose that it became dwarfed in just a few hundred thousand years to cope with the meagre resources on Flores. Elephants and other large creatures have been known to shrink over time to cope with the lack of food typical of islands, and red deer on the island of Jersey in the English Channel became one-sixth of their original size in just 6,000 years, says van den Bergh.

G. D. van den Bergh et al.Teeth found at the Mata Menge site

Both Fred Spoor, a palaeontologist at University College London, and palaeoanthropologist Chris Stringer at London’s Natural History Museum agree that H. erectus is now the best fit for the hobbit’s ancestor, although Stringer isn’t so sure that the shrinkage happened on Flores. It’s just as likely that the hobbit emerged on another island, such as Sulawesi, and then moved to Flores, he says.

But William Jungers, a palaeoanthropologist at Stony Brook University in New York, says that the fossils are not complete enough to favour the H. erectus origin: “I don’t believe these scrappy new dental specimens inform the competing hypotheses for the origin of the species one way or another.”

A small river that leads down a hill deposited the sandstone in which the teeth and jaw were found, and van den Bergh expects that more hominin remains lie there. His colleagues, meanwhile, have found stone tools in Sulawesi, north of Flores. For once, the prospect of more hobbits isn’t looking so bleak.

Nature 534, 164–165 (09 June 2016) doi:10.1038/534164a

Tomado de: http://www.nature.com/news/hobbit-relatives-found-after-ten-year-hunt-1.20045?WT.ec_id=NEWS-20160609&spMailingID=51569420&spUserID=NDE2OTkzMjMwMjMS1&spJobID=941259260&spReportId=OTQxMjU5MjYwS0

lunes, 27 de junio de 2016

Los chimpancés que jugaban con «muñecas» … de piedra

¿A qué niña no le gusta jugar con muñecas? ¿A qué niño no le gustan los Playmobil o las figuritas de superhéroes como Spiderman y Batman? Tanto en los días en los que Santa Claus o los Reyes Magos visitan los hogares humanos, como en cualquier aniversario o celebración que se precie, ambas preguntas tienen una clara respuesta. No es cuestión de género, pero no hay duda de que a los niños y niñas humanos les gustan los muñecos y las muñecas.

No obstante, pocos de nosotros nos paramos a pensar si este tipo de juego simbólico «tan humano» está ni siquiera presente en cualquier otra especie que no sea Homo sapiens. Pero la Primatología no deja de sorprendernos y el equipo del Prof. Richard Wrangham es uno de los responsables.

La primera ocasión fue el pasado 21 de diciembre de 2010. La prestigiosa revista Current Biology publicó la primera prueba documentada de juego con «muñecas/os» en chimpancés en libertad. Tal como comentan Richard Wrangham (Harvard University) y Sonya Kahlenberg (Bates College): «encontramos que los chimpancés juveniles tendían a llevar palos de una manera que sugería una muñeca rudimentaria, y que tal como sucede en animales cautivos y en niños, este comportamiento era más común en las hembras que en los machos».


Elementos de madera utilizados como «muñecas» el el artículo original de Current Biology 2010.



Chimpancé con bastón de madera. Fuente: Current Biology, 2010.

Lejos de ser una conclusión precipitada o puramente anecdótica, el estudio se basó en 14 años de trabajo de campo con 68 chimpancés. Eran unos resultados realmente sorprendentes, no tanto por «descubrir» algo que se desconocía —ya había sido un comportamiento documentado de manera anecdótica en chimpancés cautivos— sino por documentarla en libertad, con una amplia muestra de individuos y con unas claras diferencias entre sexos para esta conducta.

Pero el estudio prosiguió y el equipo de Harvard ha continuado proporcionándonos sorpresas. En un reciente vídeo publicado en la web de la BBC, Wrangham explica la manera en la que los jóvenes chimpancés de los bosques de Uganda «juegan» con piedras como si de muñecos y muñecas se tratase. Los jóvenes chimpancés las manipulan y transportan durante unos pocos minutos o incluso durante horas. Las llevan con ellos mientras comen y mientras trepan por los árboles y las ramas. Acarrean con ellas incluso en los nidos, donde llegan a dormir junto a sus «muñecas de piedra».

Desde el punto de vista de Wrangham «este tipo de comportamientos es difícilmente comprensible si no asumimos que los jóvenes chimpancés tratan a esas piedras como si fueran bebés». De la misma manera que ocurría en el trabajo original publicado en 2010 con las «muñecas de madera», las hembras juegan con las piedras entre 3 y 4 veces más que los machos. Estas hembras dejan de jugar con las piedras en el momento que tienen a su primer bebé.

Secuencia de chimpancé jugando con una piedra. Fuente: BBC

¿Es esta una nueva prueba de que la singularidad humana está en entredicho? Si bien puede ser un poco aventurado afirmarlo, sí que parece cierto que la «imaginación», el simbolismo y quizá la capacidad de abstracción a través del juego puede cumplir una función esencial en el desarrollo de habilidades fundamentales para la vida adulta como el hecho de ser madres y padres. ¿Significa además que las diferencias entre géneros tienen una base biológica y evolutiva? ¿Podemos seguir pensando que todas la diferencias de género han sido impuestas culturalmente? El debate está abierto.

Fuente: Citation: “Sex differences in chimpanzees’ use of sticks as play objects resemble those of children.” By Sonya M Kahlenberg and Richard W Wrangham. Current Biology, Vol. 20 Issue 24, Dec. 21, 2010.

Tomado de: http://www.investigacionyciencia.es/blogs/medicina-y-biologia/62/posts/los-chimpancs-que-jugaban-con-muecas-de-piedra-14175?utm_source=boletin&utm_medium=email&utm_campaign=Ciencias+sociales+-+Junio

lunes, 2 de mayo de 2016

Pieces of Homo naledi story continue to puzzle

Another twist in the Homo naledi tale

Age, place on hominid family tree, how fossils ended up in hard-to-reach cave remain unknown

DEEP EVOLUTION  Homo naledi fossils were found in South Africa’s Dinaledi Chamber, outlined here. Researchers debate whether this species dropped its dead through a shaft into the underground space, creating the array of bones shown on the chamber floor.
P.H.G.M. DIRKS ET AL/ELIFE 2015 (CC BY 4.0


Homo naledi, a rock star among fossil species in the human genus, has made an encore. Its return highlighted debate over whether this hominid was a distinct Homo species that purposefully disposed of at least some of its dead.

H. naledi made worldwide headlines last year when researchers announced the discovery of an unusually large collection of odd-looking Homo fossils in the bowels of a South African cave system. Presentations at the annual meeting of the American Association of Physical Anthropologists on April 16 underscored key uncertainties about the hominid.

One of the biggest mysteries: H. naledi’s age. Efforts are under way to date the fossils and sediment from which they were excavated with a variety of techniques, said paleoanthropologist John Hawks of the University of Wisconsin–Madison. An initial age estimate may come later this year if different dating techniques converge on a consistent figure. A solid date for the fossils is essential for deciphering their place in Homo evolution and how the bones came to rest in a nearly inaccessible cave.

Some presenters reasserted that H. naledi intentionally dropped dead comrades into an underground chamber, where their bones were later found by cave explorers and then scientists. But others raised questions. Even paleoanthropologist and team leader Lee Berger of the University of the Witwatersrand in Johannesburg hedged his bets.

“It’s way too early to tell how H. naledi bodies got in the chamber,” Berger said.

Berger’s group recovered 1,550 H. naledi fossils from a minimum of 15 individuals of all age groups (SN: 10/3/15, p. 6). Slender researchers wended through narrow passageways in South Africa’s Rising Star cave system and squeezed down a vertical chute to reach pitch-dark Dinaledi Chamber. There, they found hominid fossils scattered on the floor and in a shallow, 20-centimeter-deep excavation.

Berger’s team assigned the bones to H. naledi based on an unexpected mix of humanlike features and traits typical of Australopithecus species from more than 3 million years ago.

Fossil analyses presented at the meeting challenged a suggestion by some researchers, both before and during the meeting, that H. naledi actually represents a variant of Homo erectus, a species known to have existed by 1.8 million years ago (SN: 11/16/13, p. 6).

H. naledi possessed a shoulder unlike those of other Homo species, said team member Elen Feuerriegel of the Australian National University in Canberra. The Rising Star hominid’s collarbone and upper arm bone resemble corresponding Australopithecus bones, she reported. H. naledi’s shoulder blades must have been positioned low and behind the chest, an arrangement more conducive to climbing trees than running long distances.

H. naledi’s hand was built both for climbing and gripping stone implements, said Tracy Kivell of the University of Kent in England. Her analysis of 150 hand bones, including a nearly complete hand, showed a humanlike wrist and thumb combined with Australopithecus-like curved fingers.

MIXED GRIP H. naledi’s hand combines a humanlike wrist and thumb with curved fingers characteristic of tree-climbing hominids. This unusual hand design sets H. naledi apart from other Homo species, researchers argue.
L.R. BERGER ET AL/ELIFE 2015 (CC BY 4.0)


H. naledi’s curved toes and flaring pelvis also recall Australopithecus. Still, a preliminary lower-body reconstruction — incorporating fossil evidence of humanlike legs, knees and feet — suggests H. naledi walked almost as well as modern humans do, said Zach Throckmorton of Lincoln Memorial University in Harrogate, Tenn.

West Asian H. erectus and H. naledi share several tooth features as well as relatively small braincases. In addition, adult H. naledi stood an estimated 147 centimeters tall (4 feet, 10 inches), within the height range for West Asian H. erectus. “That complicates matters,” said Christopher Walker of Duke University. Upper-body features that Berger’s team considers characteristic of H. naledi, such as the upper arm’s shape, possibly occurred in West Asian H. erectus as well, added Witwatersrand’s Tea Jashashvili, who has studied those finds.

Explaining how H. naledi bones ended up in Dinaledi Chamber is also complicated. Ongoing studies of sediment and rock indicate that there was never a direct opening to the underground fossil site from above, said Witwatersrand’s Marina Elliott.

Bones from some body parts, including five feet, three hands and part of a backbone, were found aligned as they would have been in living individuals, indicating at least some bodies reached the chamber intact, Hawks said. Curiously, some sets of aligned bones were found beneath scattered bones from diverse individuals.

If the dead were dropped down a vertical chute into Dinaledi Chamber, bodies on top would have been least damaged and most likely to retain aligned bones. Along with that mystery, some sets of aligned bones somehow ended up far from the chute’s opening, Berger said.

An alternative entrance to Dinaledi Chamber possibly existed in the past, Witwatersrand’s Aurore Val  asserted online March 31 in the Journal of Human Evolution. Beetles or snails that damaged some H. naledi bones don’t inhabit dark, underground caves, Val argues. Such damage probably occurred on the surface or in a nearby, once-accessible part of the cave system, she proposes.

The surfaces of many H. naledi fossils had been worn down enough to have possibly erased predators’ tooth marks and signs of animal trampling, which would be additional signs that another entrance to the chamber once existed, Val says.

Given the large number of isolated and broken H. naledi fossils, bodies or body parts may have entered the chamber long after death, in Val’s view. Perhaps water from another part of the cave system carried bodies into Dinaledi Chamber, she speculates.

Geologic studies show that water occasionally reached the chamber and mildly eroded sediment, Berger said. But he doubts water washed bones into Dinaledi Chamber. “Even if there was another entrance to the chamber, it still allowed access only to Homo naledi,” Berger argued. No remains of any other animals have been found in the cave.

Like any rock star of lasting impact, the South African hominid plans to wow fans with new material. “Thousands of Homo naledi fossils are almost certainly left in the underground chamber,” Berger said.

Editor’s note: This story was updated April 25, 2016, to correct the identification of organisms that have damaged some H. naledi bones.


Tomado de: https://www.sciencenews.org/article/pieces-homo-naledi-story-continue-puzzle















martes, 29 de marzo de 2016

Neandertales, denisovanos y sapiens: sexo y adaptación local

Nuevas evidencias de que los antiguos cruces entre las tres especies tuvieron consecuencias evolutivas.

Localización geográfica de las 159 poblaciones estudiadas. SCIENCE

Estamos tan acostumbrados a ser los únicos humanos sobre la Tierra que casi no podemos imaginar un pasado en que, viajando desde África hacia un mundo desconocido, lo más fácil era encontrar por ahí a otros de los nuestros, otras especies del género Homoque compartían con nosotros un pasado olvidado, y con las que, según sabemos ahora, no nos importaba compartir el sueño de una noche de verano. Sin considerarlo animalismo, y sin que nuestra lógica más profunda, la genética, lo viera inconveniente tampoco, puesto que de aquellos polvos han venido estos lodos que la ciencia revela ahora en nuestro genoma.

Según la última investigación de 1.523 genomas de personas de todo el mundo, incluidos por primera vez los de 35 melanesios, los neandertales se cruzaron no una, sino tres veces (en tres épocas distintas), con diversas poblaciones de humanos modernos. Solo se libraron los africanos, por la sencilla razón de que los neandertales no estaban allí. Los melanesios actuales llevan ADN de otra especie arcaica, los misteriosos denisovanos que vivían en Siberia hace 50.000 años, pero ni por esas se libraron de la promiscuidad neandertal: sus genomas actuales llevan las marcas inconfundibles tanto de neandertales como de denisovanos.

Y un premio de consolación: los genes de la evolución del córtex, la sede de la mente humana, son enteramente nuestros, de los Homo sapiens. Lo demás parecen ser adaptaciones al clima local. Son los resultados que 17 científicos de la Universidad de Washington en Seattle, la Universidad de Ferrara, el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig y el Instituto de Investigación Médica de Goroka, en Papúa Nueva Guinea, entre otros, han presentado en Science.

Los genomas se suelen medir en megabases, o millones de bases (las letrasdel ADN, gatacca…). El genoma humano tiene 3.235 megabases. De ellas, 51 megabases son arcaicas en los europeos, 55 en los surasiáticos y 65 en los asiáticos orientales. Casi todas esas secuencias arcaicas son de origen neandertal en estas poblaciones. En contraste, los melanesios presentan un promedio de 104 megabases arcaicas, de las que 49 son neandertales, y 43 son denisovanas (las 12 restantes son ambiguas de momento). Son solo números, aunque dan una idea del grado de precisión que ha alcanzado la genómica humana.

Pero el diablo mora en los detalles. Las secuencias arcaicas no están distribuidas de manera homogénea por el genoma, ni mucho menos. Hay zonas donde están muy poco representadas, es decir, donde hay tramos de 8 megabases o más sin una sola letra neandertal o denisovana. Estos tramos de puro ADN moderno, o sapiens, son ricas en genes implicados en el desarrollo del córtex cerebral –la sede de la mente humana— y el cuerpo estriado (o núcleo estriado), una región interior del cerebro responsable de los mecanismos de recompensa, y por tanto implicada a fondo en planear acciones y tomar decisiones

Que los genes implicados en estas altas funciones mentales estén limpios de secuencias neandertales o denisovanas no puede ser casual, según los análisis estadísticos de los autores. El hecho implica, probablemente, que la presencia de ADN arcaico allí ha resultado desventajosa durante los últimos 50 milenios, y por tanto ha resultado barrida por la selección natural.

Entre los genes modernos se encuentra el famoso gen del lenguaje, FOXP2, lo que vuelve a plantear dudas sobre la capacidad de lenguaje de los neandertales. Que la secuencia de este gen sea idéntica en neandertales y sapiens se ha considerado una evidencia de que los neandertales hablaban, pero los genes son más que su secuencia de código (la que se traduce a proteínas): hay además zonas reguladoras esenciales, las que le dicen al gen dónde, cuándo y cuánto activarse. Otros genes puramente modernos son los implicados, cuando mutan, en el autismo.

También son interesantes las regiones genómicas contrarias, es decir, las que están particularmente enriquecidas en genes neandertales o denisovanos. Los genomas melanesios han revelado 21 regiones de este tipo que muestran evidencias de haber sido favorecidas por la selección natural. Muchas de ellas contienen genes implicados en el metabolismo (la cocina de la célula), como el de la hormona GCG, que incrementa los niveles de glucosa en sangre, o el de la proteína PLPP1, encargada de procesar las grasas; también hay cinco genes implicados en la respuesta inmune innata, la primera línea de defensa contra las infecciones.

Todo ello refuerza los indicios anteriores de que los cruces de nuestros ancestros sapiens con las especies arcaicas que encontraron durante sus migraciones fuera de África tuvieron importancia para adaptarse a las condiciones locales: clima, dieta e infecciones frecuentes en la zona. Tiene sentido, desde luego.

Tomado de: http://elpais.com/elpais/2016/03/25/ciencia/1458906491_911456.html




miércoles, 9 de marzo de 2016

Food processing

A recreation of how early humans managed to eat a diet of meat hundreds of thousands of years before they had fire to cook it with, shows an ingenious use of tools to cut down on chewing time.

You are what you eat. Not only that, but you are what your ancestors ate, when they ate it, and what they did to it first. One of the many peculiarities that set humans apart from other animals is that eating is more than just stuffing something into our mouths.

True, the human diet is astonishingly eclectic, but this wide range is tempered by elaborate preparation. No other animal, for example, exposes prospective food items to prolonged heating, a habit we call ‘cooking’. It’s now generally thought that cooking was central to the evolution of modern humans, prompting a massive reduction in tooth size and chewing muscles, alongside a marked increase in available nutrients, more time to spend doing other things besides chewing, and even an expansion of the brain.

There is — as always — a catch. Cooking requires fire, and there is scant evidence for the regular use of fire before around 500,000 years ago. Homo erectus, the first hominin to even begin to approach modern humans in stature, brain size and masticatory apparatus, appeared around 1.5 million years earlier than that. Homo erectus was a regular carnivore, a habit that has stayed with us and is believed to be necessary to our modern diet (see Nature 531, S12–S13; 2016).

How did H. erectus manage to consume meat without cooking it? As Katherine Zink and Daniel Lieberman explore in a paper online in Nature (see http://dx.doi.org/10.1038/nature16990), raw meat is tough and practically impossible to break down into swallowable pieces just by chewing it. Side orders of roots and tubers can be crunched, but only if you are prepared to put in the hours. A lot of hours. About 40,000 chews a day, which, at a ruminative rate of 1 chew per second, adds up to 11 hours. That’s almost a whole day gone, just chewing. That’s no issue for many baseball players or football managers, perhaps, but H. erectus had better things to do.


The new study squares the circle by showing that tools equivalent to knives, mortars and pestles entered the kitchen a long time before the oven. Stone tools date back to at least 3.3 million years ago (S. Harmand et al. Nature 521, 310–315; 2015). A freshly struck flake of stone makes short work of slicing raw meat into morsels, and a lump of rock can be used to pound roots and tubers into a paste.

Work with people today has put numbers on these gains. When meat is sliced and roots are pounded, a prehistoric diet of 2,000 kilocalories per day (one-third raw goat and two-thirds raw yams, carrots and beets) can be achieved with 2.5 million fewer chews a year than if the items are unprocessed. That’s an entire month spent not chewing — presumably enough to explain the reduction in tooth size and masticatory muscle mass of H. erectus compared with earlier, more masticatory species, as well as the increase in brain size allowed by the release of more nutrients. And what does one do with one’s mouth when not chewing? One talks a lot, of course. Preferably to other people.

Our ancestors probably also ate fruits and berries, fish and shellfish, nuts, bone marrow, liver and brains, all of which are highly nutritious. But some of those foods need a deal of slicing and pounding to get at. Nuts have hard shells, as do shellfish, by definition; marrow and brains require (there is no delicate way to put this) the smashing of bones and skulls. Many animals are known to use simple tools to acquire food of that sort. But the release of nutrients from muscle by an animal with teeth more suitable for crushing than slicing required the application of some early food technology.


Cooking, when it came, enabled yet more efficient nutrient release, and provided other benefits such as the killing of any harmful parasites that raw meat might contain, as well as the gathering of sociable people round a hearth to swap gossip, watch celebrity chefs on TV and share pictures of their cats on the Internet, if only as a way of using up all that time not spent chewing the fat. But cooking did not start this. It merely accelerated a culinary tradition already millions of years old.

Nature 531, 139 (10 March 2016) doi:10.1038/531139a

Tomado de: http://www.nature.com/news/food-processing-1.19513

jueves, 25 de febrero de 2016

La historia de la evolución humana escrita en los dientes

Una investigación dirigida desde Australia prueba que el desarrollo de las piezas dentales en los homínidos sigue un patrón mucho más simple de lo que se pensaba, con el que se pueden predecir las dimensiones de las muelas de todos, aunque no se hayan encontrado fósiles de ellos. El equipo aplicó sus resultados a especies del género Homo y australopitecos como Lucy.
Cráneo de Lucy, Australopithecus afarensis, incluida en el estudio / David Hocking

Un nuevo estudio publicado hoy en la revista Nature y dirigido por el biólogo evolutivo Alistair Evans de la Universidad de Monash (Australia) da una nueva perspectiva sobre los dientes humanos actuales y el de los homínidos fósiles.

La investigación confirma que los molares, incluidas las muelas del juicio, proporcionan información que hace que se pueda predecir el tamaño de dichos dientes por la denominada 'cascada inhibitoria' –una regla que muestra cómo el tamaño de un diente afecta a las dimensiones del que le sigue–. Esto es importante porque indica que la evolución de estas piezas en la especie humana ha sido mucho más simple de lo que los científicos habían pensado previamente.

“La regla de la cascada inhibitoria nos muestra un patrón predeterminado de desarrollo que funciona para todos los homínidos, por lo que se puede saber mejor cómo han cambiado los tamaños de los dientes en la historia evolutiva”, declara a Sinc el biólogo evolutivo Alistair Evans de la Universidad de Monashn (Australia), que lidera el estudio publicado en la revista Nature.

Evans explica en el artículo cómo nuestra fascinación por saber de dónde venimos y cómo eran nuestros antepasados ​​fósiles ha impulsado la búsqueda de nuevos fósiles y su interpretación.

“Uno de los resultados importantes del estudio es que vemos una diferencia entre los primeros homínidos, llamados australopitecos, y especies en nuestro propio género Homo. Parece que ha habido un cambio específico en los dientes cerca del origen de las especies Homo, que probablemente se relaciona con cambios en la dieta y la elaboración de alimentos al cocinar”, añade el científico. "Los dientes pueden decirnos mucho sobre la vida de nuestros antepasados y su evolución en los últimos siete millones de años”, subraya.

¿Qué nos hace diferentes de nuestros parientes fósiles?

Los paleontólogos han trabajado durante décadas para interpretar estos fósiles y buscar nuevas maneras de extraer más información de los dientes. Evans asegura que este nuevo trabajo desafía la hipótesis actual aceptada de que había una gran variabilidad en la forma en la que evolucionaron los dientes en nuestros parientes más cercanos. "Nuestro estudio muestra que el patrón es mucho más simple y la evolución humana era mucho más limitada”, agrega Evans.

El científico dirigió un equipo internacional de antropólogos y biólogos evolutivos de Finlandia, EE UU, Reino Unido y Alemania, utilizando una nueva base de datos de homínidos fósiles y humanos modernos con información recogida a lo largo de varias décadas, así como imágenes en 3D de alta resolución para ver el interior de los dientes fósiles.

Predecir el tamaño de dientes desconocidos

El equipo aplicó sus resultados a dos grupos de homínidos: especies del género Homo y los australopitecinos como Lucy. Los investigadores descubrieron así que ambos siguen la regla de la cascada inhibitoria, aunque de forma ligeramente distinta. "Parece que hay una diferencia clave entre los dos grupos de homínidos, quizás una de las cosas que define nuestro género", concluye.

Lo que es realmente interesante para los científicos es que esta regla se puede utilizar para predecir el tamaño de los dientes fósiles desconocidos. “A veces nos encontramos con que solo hallan unos cuantos dientes. Con nuestra nueva visión, se puede estimar de forma fiable lo grande que eran los que no conocemos. El homínido temprano Ardipithecus es un buen ejemplo, ya que el segundo molar de leche nunca ha sido encontrado. Ahora podemos predecir lo grande que era".

El estudio examinó los dientes de los humanos modernos, incluyendo los que están en una de las colecciones más grandes del mundo en el Hospital Dental de Adelaide (Australia).

"Estas colecciones de modelos dentales son fundamentales para encontrar nuestro lugar en el árbol de la evolución de los homínidos, y avanzar conocimiento de la salud de los australianos", dice el profesor Grant Townsend de la Universidad de Adelaide y coautor de la investigación. Esta simple regla proporciona pistas sobre cómo podemos evolucionar en el futuro.

Tomado de:
http://www.agenciasinc.es/Noticias/La-historia-de-la-evolucion-humana-escrita-en-los-dientes

Artículo: Alistair R. Evans et al. “A simple rule governs the evolution and development of hominin tooth size” Nature doi:10.1038/nature16972

miércoles, 17 de febrero de 2016

Árboles sin cerebro

Por Emiliano Bruner.

La necesidad inquieta de dibujar árboles evolutivos y buscar eslabones perdidos nos lleva a la tentación de agrupar y clasificar especies en cuanto vemos similitudes y diferencias. ¿Y la neuroanatomía qué dice?

Nuestro cerebro necesita manejar relaciones más que conceptos para entender procesos y hacerse una idea de los mecanismos: la red es más importante que sus propios nudos. Para ello estamos dispuestos a engañar y a engañarnos: preferimos un esquema falso (o incorrecto) a una ausencia de esquema. Lo sabemos bien los que trabajamos en la filogenia, es decir en la reconstrucción de las relaciones evolutivas entre las especies. Me parece que fue Ian Tattersall, una referencia absoluta de la paleoantropología moderna, quien dijo que es mejor no tener un árbol (filogenético) que tener uno equivocado. Coincido plenamente. Pero claro, un árbol cualquiera vende más que su ausencia. En una situación donde no es posible aportar pruebas ciertas, demasiadas veces los paleontólogos se sacan de la manga esquemas filogenéticos que cada dos por tres "revolucionan" la disciplina. Tantas revoluciones denotan, al fin y al cabo, solo una marcada inestabilidad, que más de una vez ha desatado críticas y dudas por parte de especialistas de otros campos evolutivos. Árboles y eslabones perdidos siempre venden bien, y no hay que dar muchas explicaciones al respecto, con lo cual es posible que a veces alguien tenga una aproximación algo superficial en este sentido, disfrazando un negocio por ciencia. Otros autores, en cambio, prefieren aproximaciones más razonables y objetivas, y es siempre más frecuente ver por ahí esquemas de evolución humana donde las especies, representadas por barras que ocupan un cierto espacio cronológico, no están enlazadas entre sí, dejando abierta la cuestión sobre quién es el primo, el abuelo o el sobrino de quién. Dentro del mainstream, fue Bernard Wood quien más contribuyó a promover esta aproximación, ya en los años noventa, y se lo agradecemos de corazón. Sus artículos evidenciaron que los huesos proporcionan una información bastante pobre sobre las relaciones filogenéticas, sobre todo porque hay muchos paralelismos (especies diferentes que evolucionan soluciones parecidas de forma independiente) y caracteres primitivos compartidos (que, siendo primitivos, hacen parecer similares especies que en cambio viajan separadas desde ya mucho tiempo). Hasta los músculos tienen más informaciones filogenéticas que los huesos. Músculos que, desde luego, en los fósiles ya no tenemos. Esta ausencia de "líneas" que unen las especies en los esquemas evolutivos de Bernard Wood no quiere decir entonces "no se sabe pero estamos en ello", sino "no se puede saber".

Conocer la verdadera filogenia de cualquier grupo zoológico es imposible, al no tener una máquina del tiempo que pueda enseñarnos, en el caso de los homínidos, cinco millones de años de su historia natural. Entonces lo que queda son hipótesis y opiniones. Una hipótesis es un esquema que se puede someter a evaluación. Una opinión es una corazonada, que puede ser tan infundada como iluminante, pero de todas formas se limita a un análisis subjetivo basado en los conocimientos y sensaciones del investigador. Necesitamos buenas hipótesis y buenas opiniones, pero intentando no mezclar las cosas, y hay que evitar vender vaticinios como ciencia. Más allá de las dificultades en el mismo concepto de especie, reconstruir relaciones evolutivas es complicado porque requiere informaciones sobre los mecanismos de desarrollo que se esconden detrás de los rasgos biológicos, la polaridad de estos caracteres (es decir, si son primitivos o derivados), y su correspondencia evolutiva entre especies diferentes. Esta información generalmente es escasa trabajando en grupos zoológicos con una gran variabilidad actual (como por ejemplo los insectos), y os podéis imaginar el vacío de información cuando se trabaja con grupos pequeños y fósiles (como por ejemplo los homínidos), donde un puñado de huesos rotos es todo lo que tenemos para reconstruir procesos de millones de años. Por supuesto, esto no tiene que desmotivar y conducir a la renuncia, pero sí tendría que aconsejar cautela a la hora de soltar afirmaciones demasiado rotundas.

Todos los caracteres posibles se han utilizado para proporcionar inferencias filogenéticas, desde el aparente color del pelo hasta el invisible código genético, asumiendo que compartir rasgos quiere decir cercanía evolutiva. A nivel de análisis, vamos desde el crudo parecido visual hasta complejos algoritmos que pretenden integrar en sus estructuras matemáticas las reglas del juego evolutivo. Es curioso cómo, a pesar de la importancia que siempre hemos dado a la evolución cerebral en los homínidos, muy pocos han intentado proponer relaciones filogenéticas a partir de pruebas neuroanatómicas. Y la razón podría ser sencilla: no las hay.

Primero, sabemos de sobra que la morfología cerebral, como la podemos conocer superficialmente en los fósiles, es muy parecida en grupos humanos que sospechamos ser muy diferentes. A nivel de tamaño cerebral, nuestra misma especie nos recuerda que podemos alcanzar diferencias individuales impresionantes, de más de 1000 centímetros cúbicos. Entre las especies del género Homo (que creemos conocer a partir de unos pocos individuos) estimamos en algunos casos diferencias promedias de pocos cientos de centímetros cúbicos, y en algunos casos ni siquiera eso. Por tanto, no podemos desde luego pensar de reconocer especies diferentes o relaciones entre ellas en función del tamaño cerebral. A nivel de forma anatómica (surcos y proporciones cerebrales) las cosas no mejoran mucho. Humanos modernos y neandertales presentan rasgos cerebrales más específicos que los delatan, pero todos los otros grupos extintos (como por ejemplo Homo habilis, H. erectus, H. ergaster, H. heidelbergensis) presentan una organización cortical parecida. O, por lo menos, los patrones muy similares y las escasas muestras fósiles no han permitido evidenciar ninguna diferencia que, si es que existe, ha de ser entonces bastante sutil. A estos esquemas anatómicos compartidos siempre se une una diversidad individual significativa, que no facilita la tarea. Es decir, a pesar de que todos aquellos grupos presentan una misma organización anatómica general del cerebro, cada individuo tiene sus particularidades, lo cual genera muchos problemas al intentar ordenar toda esta variación según criterios ciertos y estables.

El segundo problema es biológico: hoy en día todavía desconocemos las variaciones, los mecanismos de desarrollo, la correspondencia evolutiva y hasta las funciones de muchos rasgos cerebrales, desde la formación de sus surcos hasta sus esquemas vasculares, sin contar que sabemos muy poco sobre las relaciones entre cerebro y cráneo o las relaciones recíprocas entre las áreas del propio cerebro. Sin una información completa sobre la biología de los elementos anatómicos, cualquiera inferencia sobre sus cambios evolutivos es preliminar y especulativa. Y está claro que una información de este tipo se alcanza estudiando los individuos actuales, desde luego no los fósiles. A todo ello tenemos siempre que añadir el problema estadístico, ya que cualquier modelo cuantitativo para evaluar una hipótesis necesita números y, en general, la fragmentación y escasez del registro paleontológico no permite a menudo este tipo de garantías.

El hueso proporciona solo algunas informaciones, y unos pocos fósiles difícilmente pueden representar un cuadro exhaustivo de lo que ha ocurrido en tres continentes a lo largo de cinco millones de años. La especulación en este campo es, en parte, necesaria y estimulante, pero sería mejor no pasarse de la raya. Ahora bien, aunque la anatomía cerebral puede que no ofrezca muchos datos para relacionar especies extintas entre sí, es esencial para la interpretación de la evolución de aquellas misma especies. Es decir, un vez que tengamos una hipótesis filogenética robusta (o por lo menos sincera) sobre las relaciones evolutivas entre los homínidos, saber cómo estaban organizados sus cerebros puede llegar a proporcionar informaciones muy interesantes.

La ciencia, a diferencia de la religión, tiene que sustentarse y apoyarse en lo que es probable, no en lo que es posible. Una filogenia no tendría que ser el resultado de una impresión, y mucho menos de un algoritmo, sino una hipótesis científica basada en un amplio abanico de conocimientos, que hay que evaluar según criterios y métodos cuantitativos. El resultado de un estudio filogenético no tiene entonces que ofrecer una solución, sino la evaluación de una hipótesis previa, que puede resultar estar en acuerdo o en desacuerdo con las evidencias. Los árboles mejor dejarlos a los botánicos, que saben de ello, y en los estudios filogenéticos el cerebro, además de medirlo, sobre todo hay que intentar usarlo.

Tomado de : http://www.investigacionyciencia.es/blogs/medicina-y-biologia/80/posts/rboles-sin-cerebro-13946?utm_source=boletin&utm_medium=email&utm_campaign=Biolog%C3%ADa+-+Febrero



jueves, 11 de febrero de 2016

viernes, 22 de enero de 2016

El sentimiento de admiración favorece al grupo

El sentimiento de asombro dirige nuestra atención hacia un bien mayor, de manera que se favorece a los demás.

Russo, Francine

Desde hace tiempo, los filósofos sostienen que el sentimiento de admiración une a las personas. Un reciente estudio les ha dado la razón. Paul Piff, profesor de psicología y comportamiento social en la Universidad de California en Irvine, publicó el año pasado los resultados de cinco investigaciones en torno al tema. Según su primer trabajo, las personas que se mostraban asombradas con mayor frecuencia eran las más generosas. Al entregar boletos para una rifa a este tipo de sujetos e indicarles que podían regalar algunos, observó que los probandos obsequiaban más a menudo a otros congéneres con el cupón en comparación con otros participantes.

En los cuatro experimentos posteriores, el equipo dirigido por Piff indujo, mediante estímulos visuales, el sentimiento de admiración a un grupo de probandos, mientras que al resto les provocó otras emociones (orgullo o diversión). Para favorecer el sentimiento de asombro, los científicos usaron filmaciones de fenómenos naturales impactantes y llevaron a los sujetos a un entorno al aire libre en el que podían admirar eucaliptos de tamaño impresionante.

Los individuos que se quedaron más impresionados ante las imágenes de la naturaleza sobresalieron por su conducta prosocial: fueron más amables o adoptaron decisiones más éticas en comparación con el resto de los participantes. Por ejemplo, quienes reaccionaron con asombro al ver los enormes árboles recogieron más bolígrafos de los que, de manera «accidental», había tirado uno de los experimentadores. Sentirse una pequeña parte de un todo desvía la atención de las propias necesidades hacia el bien colectivo, indican los autores.

Fuentes:
Proceedings of the National Academy of Sciences, vol. 109, págs. 4086-4091, 2012;
Cognition and Emotion, vol. 26, págs. 634-649, 2012;
Annual Review of Psychology, vol. 65, págs. 425-460, 2014;
Journal of Environmental Psychology, vol. 37, págs. 61-72, 2014;
Journal of Personality and Social Psychology, vol. 108, págs. 883-889, 2015

Tomado de: http://www.investigacionyciencia.es/revistas/mente-y-cerebro/numero/76/el-sentimiento-de-admiracin-favorece-al-grupo-13844?utm_source=boletin&utm_medium=email&utm_campaign=Ciencias+sociales+-+Enero

Evolución de los hábitos de descanso en los humanos

La duración natural de nuestro dormir es de unas siete horas, según un estudio reciente. La temperatura ambiente y los ciclos de luz y oscuridad determinan el ritmo de sueño y vigilia.

Dijk, Derk-Jan
Skeldon, Anne C.

¿Cuántas horas debemos dormir? El horario escolar y laboral de hoy en día ¿se ajusta a nuestro reloj interno? Estas preguntas parecen de interés actual, pues los medios de comunicación publican con cierta frecuencia informaciones en las que se destaca la importancia del descanso y ritmo de vida cotidiana para nuestra salud física y mental. Por otra parte, esa insistencia lleva a pensar que los hábitos de descanso modernos no resultan saludables. Pero ¿cuáles son nuestras pautas naturales de sueño? Con el fin de averiguarlo, en fecha reciente un equipo de neurocientíficos y antropólogos internacional encabezado por Gandhi Yetish, de la Universidad de Nuevo México, ha investigado y publicado en Current Biology los hábitos de sueño de tres grupos étnicos de cazadores-recolectores y cazadores-horticultores. Durante el estudio, y como es habitual en estas comunidades, los sujetos carecían de electricidad; aparte del sol y la luna, su única fuente de luz era el fuego.

Los participantes del estudio pertenecían a las siguientes poblaciones indígenas: hadza, de Tanzania, !kung, de Namibia, y tismane’, de Bolivia. Mediante dispositivos para registrar la actividad y la luz, los autores supervisaron el sueño de los participantes a lo largo de varios días o semanas. Hallaron que, en los tres grupos, la duración media del sueño (intervalo desde que el sujeto inicia hasta que concluye su descanso) era de 7,7 horas. Si restaban los intervalos de vigilia que acontecían durante la noche, el tiempo neto de sueño alcanzaba solo 6,4 horas. ¿Se corresponden estas cifras con las de las sociedades industrializadas modernas, en las que se usa la electricidad? La respuesta se desconoce, porque hasta ahora casi todas las estimaciones se basan en informes subjetivos. Con todo, estos indican que la duración media de nuestro sueño se encuentra entre 7 y 7,5 horas. Si bien este valor depende de ciertos factores, como el día de la semana y la edad de la persona, difiere poco del hallado en los pueblos indígenas.

¿Cuándo tenían lugar las 7,7 horas de sueño registradas en los diversos grupos étnicos? Estos individuos determinaban la hora de acostarse a partir de indicios ambientales y de su reloj biológico interno. Por otro lado, los investigadores observaron que prescindían de la siesta. Tampoco se acostaban al anochecer, sino que, de promedio, unas 3,3 horas después de caer la noche. Mas este valor medio oculta una notable variación diaria en el comienzo del sueño. En otras palabras, la regularidad en la hora de acostarse no parece un rasgo característico del sueño natural. En cambio, los miembros de cada grupo tendían a despertarse a horas similares, por lo general, antes del amanecer. ¿Existen semejanzas entre sus hábitos de sueño y los de los habitantes de las sociedades industrializadas modernas? Aunque numerosas personas van a descansar mucho después de caída la noche, pocas se levantan sistemáticamente antes del amanecer.

La cronología del sueño natural se vincula fácilmente con lo que se sabe sobre los ritmos biológicos diarios. La rotación de la Tierra produce cambios ambientales cíclicos de luz y oscuridad y de calor y de frío, y la evolución ha favorecido la supervivencia de mecanismos biológicos que pronostican estas regularidades geofísicas diarias. Esa ritmicidad se ha observado incluso a niveles celulares y moleculares: prácticamente cada una de las células del organismo humano presenta cada 24 horas aproximadamente oscilaciones cíclicas (circadianas) en la expresión de genes. Se cree que la sincronía de estos millones de ritmos celulares individuales se halla orquestada por un reloj central en el cerebro. Se sabe que el ciclo de luz y oscuridad constituye el estímulo ambiental más sobresaliente para sincronizar ese reloj interno con el mundo exterior. Este mecanismo natural determina cuándo sentimos necesidad de dormir.

Sin embargo, desde el descubrimiento del fuego, los humanos hemos aprendido a manipular nuestra exposición a la luz. Podemos ampliar el período de luz encendiendo una antorcha, una vela, una lámpara de aceite, una bombilla de incandescencia, un tubo fluorescente o un panel de ledes. De esta manera disponemos de un control sobre el estímulo que sincroniza nuestro reloj interno. En cambio, los cazadores recolectores u horticultores del reciente estudio solo poseían un control limitado sobre el mismo, pues la tenue luz rojiza emitida por sus hogueras ejerce un efecto biológico menor en comparación con la luz eléctrica, la cual presenta una fuerte componente azul (se puede apreciar, por ejemplo, en los dispositivos electrónicos y las bombillas de bajo consumo).

El estudio dirigido por Gandhi Yetish, de la Universidad de Nuevo México, sobre las pautas de sueño en grupos de cazadores recolectores o horticultores permite comparar las pautas de sueño y las actividades cotidianas típicas de individuos de poblaciones modernas preindustriales y las correspondientes prácticas en sociedades industrializadas. En las últimas, el acceso regular a la electricidad aleja a sus habitantes del ciclo de luz y oscuridad natural y permite que las personas determinen por ellas mismas la exposición lumínica. Los hallazgos de la investigación revelan que la duración media del descanso es bastante similar en ambos tipos de sociedades. Sin embargo, los individuos de poblaciones preindustriales muestran un ritmo del sueño más en sincronía con los ciclos ­ambientales que los habitantes de países industrializados.

El efecto de la electricidad y la temperatura

La llegada de la luz eléctrica en etnias como los qom, quienes habitan en la región argentina del Chaco, o los goma, en el Amazonas, ha retrasado la hora de acostarse de los pobladores a la vez que ha acortado la duración de su descanso, según revelan otros estudios. Por otra parte, una investigación que compara la conducta de ciudadanos estadounidenses en su vida ­diaria con la que muestran cuando van de acampada sugiere que el acceso a la luz eléctrica no solo modifica el reloj circadiano; también aumenta la variabilidad individual en la hora de acostarse. Incluso es posible que la tendencia a trasnochar de muchos adolescentes y el consiguiente debate sobre la propuesta de retrasar el comienzo de las clases escolares se deban en gran medida y de manera directa a la manipulación del ambiente­ lumínico.

El trabajo llevado a cabo por Yetish y sus colaboradores señala la temperatura como un segundo factor ambiental que influye sobre la cronología del sueño humano. La temperatura basal de nuestro cuerpo sube y baja cada 24 horas y, por lo general, la fase de sueño concuerda con el descenso de la temperatura ambiente. Dado que esta última tiende a descender durante las horas de oscuridad, el ritmo de nuestra temperatura corporal basal propende a sincronizarse con ella. Desde un punto de vista energético, se trata de un proceder lógico, pues la diferencia entre las temperaturas ambiente y corporal tiende a disminuir al máximo posible y reducir de esta manera el consumo de energía necesario para permanecer calientes.

Este vínculo entre la temperatura ambiental, las exigencias metabólicas y el ciclo de sueño y vigilia ha merecido atención en el estudio tanto del descanso en humanos como en animales. Los científicos han observado que el despertar se encuentra asociado a la temperatura ambiental mínima. El equipo internacional observó que los miembros de la población !kung se desvelaban en verano después del amanecer, momento del día en que la temperatura ambiental es mínima en dicha estación del año.

Empezamos a comprender el impacto que el mundo artificial impone sobre nuestro ritmo de sueño y vigilia. Aunque disponemos de datos alentadores sobre la forma en que el ambiente luminoso de la vida moderna afecta a nuestras pautas de descanso, son escasos los datos que indiquen cómo manipulamos el ambiente térmico y los efectos que esa manipulación puede desempeñar en nuestro dormir. El estudio dirigido por Yetish aporta hallazgos que revelan los hábitos de sueño de nuestros antepasados a la vez que abre las puertas para ulteriores estudios sobre los efectos de la luz y la temperatura en los hábitos de descanso actuales.