martes, 29 de marzo de 2016

Neandertales, denisovanos y sapiens: sexo y adaptación local

Nuevas evidencias de que los antiguos cruces entre las tres especies tuvieron consecuencias evolutivas.

Localización geográfica de las 159 poblaciones estudiadas. SCIENCE

Estamos tan acostumbrados a ser los únicos humanos sobre la Tierra que casi no podemos imaginar un pasado en que, viajando desde África hacia un mundo desconocido, lo más fácil era encontrar por ahí a otros de los nuestros, otras especies del género Homoque compartían con nosotros un pasado olvidado, y con las que, según sabemos ahora, no nos importaba compartir el sueño de una noche de verano. Sin considerarlo animalismo, y sin que nuestra lógica más profunda, la genética, lo viera inconveniente tampoco, puesto que de aquellos polvos han venido estos lodos que la ciencia revela ahora en nuestro genoma.

Según la última investigación de 1.523 genomas de personas de todo el mundo, incluidos por primera vez los de 35 melanesios, los neandertales se cruzaron no una, sino tres veces (en tres épocas distintas), con diversas poblaciones de humanos modernos. Solo se libraron los africanos, por la sencilla razón de que los neandertales no estaban allí. Los melanesios actuales llevan ADN de otra especie arcaica, los misteriosos denisovanos que vivían en Siberia hace 50.000 años, pero ni por esas se libraron de la promiscuidad neandertal: sus genomas actuales llevan las marcas inconfundibles tanto de neandertales como de denisovanos.

Y un premio de consolación: los genes de la evolución del córtex, la sede de la mente humana, son enteramente nuestros, de los Homo sapiens. Lo demás parecen ser adaptaciones al clima local. Son los resultados que 17 científicos de la Universidad de Washington en Seattle, la Universidad de Ferrara, el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig y el Instituto de Investigación Médica de Goroka, en Papúa Nueva Guinea, entre otros, han presentado en Science.

Los genomas se suelen medir en megabases, o millones de bases (las letrasdel ADN, gatacca…). El genoma humano tiene 3.235 megabases. De ellas, 51 megabases son arcaicas en los europeos, 55 en los surasiáticos y 65 en los asiáticos orientales. Casi todas esas secuencias arcaicas son de origen neandertal en estas poblaciones. En contraste, los melanesios presentan un promedio de 104 megabases arcaicas, de las que 49 son neandertales, y 43 son denisovanas (las 12 restantes son ambiguas de momento). Son solo números, aunque dan una idea del grado de precisión que ha alcanzado la genómica humana.

Pero el diablo mora en los detalles. Las secuencias arcaicas no están distribuidas de manera homogénea por el genoma, ni mucho menos. Hay zonas donde están muy poco representadas, es decir, donde hay tramos de 8 megabases o más sin una sola letra neandertal o denisovana. Estos tramos de puro ADN moderno, o sapiens, son ricas en genes implicados en el desarrollo del córtex cerebral –la sede de la mente humana— y el cuerpo estriado (o núcleo estriado), una región interior del cerebro responsable de los mecanismos de recompensa, y por tanto implicada a fondo en planear acciones y tomar decisiones

Que los genes implicados en estas altas funciones mentales estén limpios de secuencias neandertales o denisovanas no puede ser casual, según los análisis estadísticos de los autores. El hecho implica, probablemente, que la presencia de ADN arcaico allí ha resultado desventajosa durante los últimos 50 milenios, y por tanto ha resultado barrida por la selección natural.

Entre los genes modernos se encuentra el famoso gen del lenguaje, FOXP2, lo que vuelve a plantear dudas sobre la capacidad de lenguaje de los neandertales. Que la secuencia de este gen sea idéntica en neandertales y sapiens se ha considerado una evidencia de que los neandertales hablaban, pero los genes son más que su secuencia de código (la que se traduce a proteínas): hay además zonas reguladoras esenciales, las que le dicen al gen dónde, cuándo y cuánto activarse. Otros genes puramente modernos son los implicados, cuando mutan, en el autismo.

También son interesantes las regiones genómicas contrarias, es decir, las que están particularmente enriquecidas en genes neandertales o denisovanos. Los genomas melanesios han revelado 21 regiones de este tipo que muestran evidencias de haber sido favorecidas por la selección natural. Muchas de ellas contienen genes implicados en el metabolismo (la cocina de la célula), como el de la hormona GCG, que incrementa los niveles de glucosa en sangre, o el de la proteína PLPP1, encargada de procesar las grasas; también hay cinco genes implicados en la respuesta inmune innata, la primera línea de defensa contra las infecciones.

Todo ello refuerza los indicios anteriores de que los cruces de nuestros ancestros sapiens con las especies arcaicas que encontraron durante sus migraciones fuera de África tuvieron importancia para adaptarse a las condiciones locales: clima, dieta e infecciones frecuentes en la zona. Tiene sentido, desde luego.

Tomado de: http://elpais.com/elpais/2016/03/25/ciencia/1458906491_911456.html




miércoles, 9 de marzo de 2016

Food processing

A recreation of how early humans managed to eat a diet of meat hundreds of thousands of years before they had fire to cook it with, shows an ingenious use of tools to cut down on chewing time.

You are what you eat. Not only that, but you are what your ancestors ate, when they ate it, and what they did to it first. One of the many peculiarities that set humans apart from other animals is that eating is more than just stuffing something into our mouths.

True, the human diet is astonishingly eclectic, but this wide range is tempered by elaborate preparation. No other animal, for example, exposes prospective food items to prolonged heating, a habit we call ‘cooking’. It’s now generally thought that cooking was central to the evolution of modern humans, prompting a massive reduction in tooth size and chewing muscles, alongside a marked increase in available nutrients, more time to spend doing other things besides chewing, and even an expansion of the brain.

There is — as always — a catch. Cooking requires fire, and there is scant evidence for the regular use of fire before around 500,000 years ago. Homo erectus, the first hominin to even begin to approach modern humans in stature, brain size and masticatory apparatus, appeared around 1.5 million years earlier than that. Homo erectus was a regular carnivore, a habit that has stayed with us and is believed to be necessary to our modern diet (see Nature 531, S12–S13; 2016).

How did H. erectus manage to consume meat without cooking it? As Katherine Zink and Daniel Lieberman explore in a paper online in Nature (see http://dx.doi.org/10.1038/nature16990), raw meat is tough and practically impossible to break down into swallowable pieces just by chewing it. Side orders of roots and tubers can be crunched, but only if you are prepared to put in the hours. A lot of hours. About 40,000 chews a day, which, at a ruminative rate of 1 chew per second, adds up to 11 hours. That’s almost a whole day gone, just chewing. That’s no issue for many baseball players or football managers, perhaps, but H. erectus had better things to do.


The new study squares the circle by showing that tools equivalent to knives, mortars and pestles entered the kitchen a long time before the oven. Stone tools date back to at least 3.3 million years ago (S. Harmand et al. Nature 521, 310–315; 2015). A freshly struck flake of stone makes short work of slicing raw meat into morsels, and a lump of rock can be used to pound roots and tubers into a paste.

Work with people today has put numbers on these gains. When meat is sliced and roots are pounded, a prehistoric diet of 2,000 kilocalories per day (one-third raw goat and two-thirds raw yams, carrots and beets) can be achieved with 2.5 million fewer chews a year than if the items are unprocessed. That’s an entire month spent not chewing — presumably enough to explain the reduction in tooth size and masticatory muscle mass of H. erectus compared with earlier, more masticatory species, as well as the increase in brain size allowed by the release of more nutrients. And what does one do with one’s mouth when not chewing? One talks a lot, of course. Preferably to other people.

Our ancestors probably also ate fruits and berries, fish and shellfish, nuts, bone marrow, liver and brains, all of which are highly nutritious. But some of those foods need a deal of slicing and pounding to get at. Nuts have hard shells, as do shellfish, by definition; marrow and brains require (there is no delicate way to put this) the smashing of bones and skulls. Many animals are known to use simple tools to acquire food of that sort. But the release of nutrients from muscle by an animal with teeth more suitable for crushing than slicing required the application of some early food technology.


Cooking, when it came, enabled yet more efficient nutrient release, and provided other benefits such as the killing of any harmful parasites that raw meat might contain, as well as the gathering of sociable people round a hearth to swap gossip, watch celebrity chefs on TV and share pictures of their cats on the Internet, if only as a way of using up all that time not spent chewing the fat. But cooking did not start this. It merely accelerated a culinary tradition already millions of years old.

Nature 531, 139 (10 March 2016) doi:10.1038/531139a

Tomado de: http://www.nature.com/news/food-processing-1.19513